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Por estas razones no deberíamos rehuir al dolor, ni físico ni emocional, sino hacerlo parte de nuest

  • Por: pijamasurf. Fotografía: Francesca Woodman
  • 19 jun 2016
  • 3 Min. de lectura

A contracorriente del discurso dominante respecto a las emociones, abrazar el dolor podría ser la vía para alcanzar la existencia plena:

En las últimas décadas, nuestras sociedades en Occidente han tenido como uno de sus rasgos característicos la aversión al dolor en casi cualquiera de sus manifestaciones. Al dolor físico se busca ahuyentarlo por medio de analgésicos, anestesias, opiáceos y otras sustancias que nos hagan transitar por la enfermedad y la herida adormecidos, sumidos en el blando sopor de la insensibilidad, del que esperamos despertar ya curados, sanos, sin rastro alguno de sufrimiento.

Con el dolor emocional sucede algo parecido. En una cultura que nos ha habituado al consumo inmediato, a la satisfacción instantánea, a la reposición de lo que deja de funcionar, al aprovechamiento, la utilidad y, sobre todo, a la homologación y la supuesta equivalencia de todas las cosas, emociones como la tristeza, el enojo, el desánimo o la frustración no tienen cabida (al menos no discursivamente, no de cara al otro), pues se perciben como alteraciones de un imperativo de positividad, momentos negativos que nos sacan abruptamente de los circuitos de la producción y el consumo.

El fenómeno es interesante –y aún más: importante– porque, visto históricamente, el dolor ha sido uno de los grandes maestros de la humanidad. De la antigua Grecia a los años de la Segunda Guerra Mundial el dolor recorre ámbitos como la filosofía, el arte e incluso la ciencia como una suerte de fuerza decisiva, un argumento inesperado, una condición inevitable. Nietzsche, probablemente uno de los pensadores que, después de los estoicos, han exaltado más ese carácter magisterial del dolor, escribió esto en La genealogía de la moral:

[...] la historia principal, real y decisiva, que ha determinado el carácter de la humanidad se ha dado ahí donde el sufrimiento ha sido virtud, donde la crueldad ha sido virtud.

En años recientes, una corriente de la psicología conocida como “bienestar eudaimónico” (eudaimonic well-being) realiza esfuerzos por contrarrestar dicha tendencia dominante y, a cambio, abogar por el dolor como un componente fundamental de la existencia sin el cual ésta no alcanza su plenitud. El término “eudaimonia”, “el “buen daimon” procede del griego antiguo, en donde se usaba para referirse a cualidades varias como la virtud, la excelencia y la felicidad, y ahora se toma como una suma de éstas y otras características para hablar de la plenitud del ser, la existencia plena de una persona.

En las últimas décadas, nuestras sociedades en Occidente han tenido como uno de sus rasgos característicos la aversión al dolor en casi cualquiera de sus manifestaciones. Al dolor físico se busca ahuyentarlo por medio de analgésicos, anestesias, opiáceos y otras sustancias que nos hagan transitar por la enfermedad y la herida adormecidos, sumidos en el blando sopor de la insensibilidad, del que esperamos despertar ya curados, sanos, sin rastro alguno de sufrimiento.

Con el dolor emocional sucede algo parecido. En una cultura que nos ha habituado al consumo inmediato, a la satisfacción instantánea, a la reposición de lo que deja de funcionar, al aprovechamiento, la utilidad y, sobre todo, a la homologación y la supuesta equivalencia de todas las cosas, emociones como la tristeza, el enojo, el desánimo o la frustración no tienen cabida (al menos no discursivamente, no de cara al otro), pues se perciben como alteraciones de un imperativo de positividad, momentos negativos que nos sacan abruptamente de los circuitos de la producción y el consumo.

El fenómeno es interesante –y aún más: importante– porque, visto históricamente, el dolor ha sido uno de los grandes maestros de la humanidad. De la antigua Grecia a los años de la Segunda Guerra Mundial el dolor recorre ámbitos como la filosofía, el arte e incluso la ciencia como una suerte de fuerza decisiva, un argumento inesperado, una condición inevitable. Nietzsche, probablemente uno de los pensadores que, después de los estoicos, han exaltado más ese carácter magisterial del dolor, escribió esto en La genealogía de la moral:

[...] la historia principal, real y decisiva, que ha determinado el carácter de la humanidad se ha dado ahí donde el sufrimiento ha sido virtud, donde la crueldad ha sido virtud.

En años recientes, una corriente de la psicología conocida como “bienestar eudaimónico” (eudaimonic well-being) realiza esfuerzos por contrarrestar dicha tendencia dominante y, a cambio, abogar por el dolor como un componente fundamental de la existencia sin el cual ésta no alcanza su plenitud. El término “eudaimonia”, “el “buen daimon” procede del griego antiguo, en donde se usaba para referirse a cualidades varias como la virtud, la excelencia y la felicidad, y ahora se toma como una suma de éstas y otras características para hablar de la plenitud del ser, la existencia plena de una persona.

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